jueves, 3 de septiembre de 2009

Jaime Sabines Gutiérrez (México, 1926-1999)

El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable


Horal

El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.
El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.
Parece que sales y soles,
nosotros y nada...

(De Horal, 1950)


Lento, amargo animal

Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro,
desde lo que no soy,
—mi piel como mi lengua—
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos,
remoto —nada hay detrás—,
lejano, lejos, desconocido.
Lento, amargo animal
que soy, que he sido.

(De Horal, 1950)


Yo no lo sé de cierto, pero supongo....

Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
un día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.
Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.
Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)

(de Horal, 1950)


Entresuelo

Un ropero, un espejo, una silla,
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana,
la noche como siempre, y yo sin hambre,
con un chicle y un sueño, una esperanza.
Hay muchos hombres fuera, en todas partes,
y más allá la niebla, la mañana.
Hay árboles helados, tierra seca,
peces fijos idénticos al agua,
nidos durmiendo bajo tibias palomas.
Aquí, no hay mujer. Me falta.
Mi corazón desde hace días quiere hincarse
bajo alguna caricia, una palabra.
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra
lenta como los muertos, se arrastra.
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene los pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos,
hasta el último vuelo de la última ala,
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma
sea alma.
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero.
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara!
Esta noche me falta.
Sube un violín desde la calle hasta mi cama.
Ayer miré dos niños que ante un escaparate
de maniquíes desnudos se peinaban.
El silbato del tren me preocupó tres años,
hoy sé que es una máquina.
Ningún adiós mejor que el de todos los días
a cada cosa, en cada instante, alta
la sangre iluminada.
Desamparada sangre, noche blanda,
tabaco del insomnio, triste cama.
Yo me voy a otra parte.
Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.

(De Horal, 1950)


La cojita está embarazada

La cojita está embarazada.
Se mueve trabajosamente,
pero qué dulce mirada
mira de frente.

Se le agrandaron los ojos
como si su niño
también le creciera en ellos
pequeño y limpio.
A veces se queda viendo
quién sabe qué cosas
que sus ojos blancos
se le vuelven rosas.

Anda entre toda la gente
trabajosamente.
No puede disimular,
pero, a punto de llorar,
la cojita, de repente,
se mira el vientre
y ríe. Y ríe la gente.

La cojita está embarazada
ahorita está en su balcón
y yo creo que se alegra
cantándose una canción:
"cojita del pie derecho
y también del corazón”

(De La Señal, 1951)


Ayer estuve observando a los animales

—Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden. ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas?

Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas.

¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron , pues, de mi costado, no me dueles?

Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo.

Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día.

Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

¿Por qué nos separaron? Me haces falta para andar, para ver, como un tercer ojo, como otro pie que sólo yo sé que tuve.

(De Adán y Eva, 1952)


Bajo mis manos crece

Bajo mis manos crece, dulce, todas las noches. Tu vientre suave, manso, infinito. Bajo mis manos que pasan y repasan midiéndolo, besándolo, bajo mis ojos que lo quedan viendo toda la noche.

Me doy cuenta de que tus pechos crecen también, llenos de ti, redondos y cayendo. Tú tienes algo. Ríes, miras distinto, lejos.

Mi hijo te está haciendo más dulce, te hace frágil. Suenas como la pata de la paloma al quebrarse.

Guardadora, te amparo contra todos los fantasmas, te abrazo para que madures en paz.

(De Adán y Eva, 1952)


Tarumba

Tarumba.
Yo voy con las hormigas
entre las patas de las moscas.
Yo voy con el suelo, por el viento,
en los zapatos de los hombres,
en las pezuñas, las hojas, los papeles;
voy a donde vas, Tarumba,
de donde vienes, vengo.
Conozco a la araña.
Sé eso que tú sabes de ti mismo
y lo que supo tu padre.
Sé lo que me has dicho de mí.
Tengo miedo de no saber,
de estar aquí como mi abuela
mirando la pared, bien muerta.
Quiero ir a orinar a la luz de la luna.
Tarumba, parece que va a llover.

(De Tarumba, 1956)


A la casa del día

A la casa del día entran gentes y cosas,
yerbas de mal olor,
caballos desvelados,
aires con música,
maniquíes iguales a muchachas;
entramos tú, Tarumba, y yo,
Entra la danza. Entra el sol.
Un agente de seguros de vida
y un Poeta.
Un policía.
Todos vamos a vendernos, Tarumba.

(De Tarumba, 1956)


Ay, Tarumba

Ay, Tarumba, tú ya conoces el deseo.
Te jala, te arrastra, te deshace.
Zumbas como un panal.
Te quiebras mil y mil veces.
Dejas de ver mujer en cuatro días
porque te gusta desear,
te gusta quemarte y revivirle,
te gusta pasarles la lengua de tus ojos a todas.
Tú, Tarumba, naciste en la saliva,
quién sabe en qué goma caliente naciste.
Te castigaron con darte sólo dos manos.
Salado Tarumba, tienes la piel como una boca
y no te cansas.
No vas a sacar nada.
Aunque llores, aunque te quedes quieto
como un buen muchacho.

(De Tarumba, 1956)


La procesión del entierro

La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las señales de tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.

No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia. Una vez vi a un campesino llevando sobre los hombros una caja pequeña y blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás de él no iba nadie, ni siquiera una de esas vecinas que se echan el rebozo sobre la cara y se ponen serias, como si pensaran en la muerte. El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrero con una de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro de la población iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros de desconocidos que no se habían atrevido a pasarlo.

Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser, prefiero que me encierren en el sótano de la casa, a ir muerto por las calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.

(De Diario semanario y poemas en prosa, 1961)


Con la flor del domingo

Con la flor del domingo ensartada en el pelo, pasean en la alameda antigua. La ropa limpia, el baño reciente, peinadas y planchadas, caminan, por entre los niños y los globos, y charlan y hacen amistades, y hasta escuchan la música que en el quiosco de la Alameda de Santa María reúne a los sobrevivientes de la semana.

Las gatitas, las criadas, las muchachas de la servidumbre contemporánea, se conforman con esto. En tanto llegan a la prostitución, o regresan al seno de la familia miserable, ellas tienen el descanso del domingo, la posibilidad de un noviazgo, la ocasión del sueño. Bastan dos o tres horas de este paseo en blanco para olvidar las fatigas, y para enfrentarse risueñamente a la amenaza de los platos sucios, de la ropa pendiente y de los mandados que no acaban.

Al lado de los viejos, que andan en busca de su memoria, y de las señoras pensando en el próximo embarazo, ellas disfrutan su libertad provisional y poseen el mundo, orgullosas de sus zapatos, de su vestido bonito, y de su cabellera que brilla más que otras veces.

(¡Danos, Señor, la fe en el domingo, la confianza en las grasas para el pelo, y la limpieza de alma necesaria para mirar con alegría los días que vienen!)

(De Diario semanario y poemas en prosa, 1961)


Canciones del pozo sin agua

Esta noche vamos a gozar.
La música que quieres,
el trago que te gusta
y la mujer que has de tomar.
Esta noche vamos a bailar.
El bendito deseo se estremece
igual que un gato en un morral,
y está en tu sangre esperando la hora
como el cazador en el matorral.
Esta noche nos vamos a emborrachar.
El dulce alcohol enciende tu cuerpo
como una llamita de inmortalidad,
y el higo y la uva y la miel de abeja
se me mezclan a un tiempo con su metal.
Esta noche nos vamos a enamorar.
Dios la puso en el mundo
a la mujer mortal
—a la víbora-víbora de la tierra y del mar—
y es lo mejor que ha hecho el viejo paternal.
¡Esta noche vamos a gozar!

(De Poemas sueltos, 1951 - 1961)


Cuba 65

III.

¿Quién es Fidel?, me dicen,
y yo no lo conozco.

Una noche en el malecón una muchacha que estaba conmigo
dio de gritos palmoteando: -ahí va Fidel,
ahí va Fidel-, y yo vi pasar tres carros.

Otra vez, en un partido de pelota,
la gente le gritaba:
-no seas maleta, Fidel-
como quien le habla a un hermano.
-Vino Fidel y dijo-, dice el guajiro.
El obrero dice: Vino Fidel.

Yo he sacado en conclusión de todo esto
que Fidel es un duende cubano.
Tiene el don de la ubicuidad,
está en la escuela y en el campo,
en la junta de ministros y en el bohío serrano
entre las cañas y los plátanos.
En realidad, Fidel es el nombre
del viento que levanta a cada cubano.

VI.

Haciéndose su casa, Cuba
tiene las manos limpias.
Será una casa para todos,
una casa hermosa y sencilla,
casa para el pan y el agua,
casa para el aire y la vida.

(De Yuria, 1967)


Tlatelolco 68

1
Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos,
ni siquiera el criminal.
(Ciertamente, ya llegó a la historia
este hombre pequeño por todas partes,
incapaz de todo menos del rencor.)

Tlatelolco será mencionado en los años que vienen
como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue peor,
aquí han matado al pueblo;
no eran obreros parapetados en la huelga,
eran mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos de quince años,
una muchacha que iba al cine,
una criatura en el vientre de su madre,
todos barridos, certeramente acribillados
por la metralla del Orden y Justicia Social.

A los tres días, el ejército era la víctima de los desalmados,
y el pueblo se aprestaba jubiloso
a celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.

2
El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos,
con televisores, con radios, con banderas olímpicas.

El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.
alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen está allí.

3
Habría que lavar no sólo el piso; la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.

La bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.

(De Tlatelolco, 1968)


A estas horas, aquí

Habría que bailar ese danzón que tocan en el cabaret de abajo,
dejar mi cuarto encerrado
y bajar a bailar entre borrachos.
Uno es un tonto en una cama acostado,
sin mujer, aburrido, pensando,
sólo pensando.
No tengo "hambre de amor", pero no quiero
pasar todas las noches embrocado
mirándome los brazos,
o, apagada la luz, trazando líneas con la luz del cigarro.
Leer, o recordar,
o sentirme tufos de literato,
o esperar algo.
Habría que bajar a una calle desierta
y con las manos en la bolsas, despacio,
caminar con mis pies e irles diciendo:
uno, dos, tres, cuatro...
Este cielo de México es oscuro,
lleno de gatos,
con estrellas miedosas
y con el aire apretado.
(Anoche, sin embargo, había llovido
y era fresco, amoroso, delgado.)
Hoy habría que pasármela llorando
en una acera húmeda, al pie de un árbol,
o esperar un tranvía escandaloso
para gritar con fuerzas, bien alto.
Si yo tuviera un perro podría acariciarlo.
Si yo tuviera un hijo le enseñaría mi retrato
o le diría un cuento
que no dijera nada, pero que fuera largo.
Yo ya no quiero, no, yo ya no quiero
seguir todas las noches vigilando
cuándo voy a dormirme, cuándo.
Yo lo que quiero es que pase algo,
que me muera de veras
o que de veras esté fastidiado,
o cuando menos que se caiga el techo
de mi casa un rato.

La jaula que me cuente sus amores con el canario.
La pobre luna, a la que todavía le cantan los gitanos,
y la dulce luna de mi armario,
que me digan algo,
que me hablen en metáforas, como dicen que hablan,
este vino es amargo,
bajo la lengua tengo un escarabajo.

¡Qué bueno que se quedara mi cuarto
toda la noche solo,
hecho un tonto, mirando!

(De Otro recuento de poemas, 1972)


Espero curarme de ti

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: "qué calor hace", "dame agua", "¿sabes manejar?", "se hizo de noche"... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde", y tú sabías que decía "te quiero".)

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.

(De Otro recuento de poemas, 1972)


Lloverás en el tiempo de lluvia

Lloverás en el tiempo de lluvia,
harás calor en el verano,
harás frío en el atardecer.
Volverás a morir otras mil veces.
Florecerás cuando todo florezca.
No eres nada, nadie, madre.
De nosotros quedará la misma huella,
la semilla del viento en el agua,
el esqueleto de las hojas en la tierra.
Sobre las rocas, el tatuaje de las sombras,
en el corazón de los árboles la palabra amor.
No somos nada, nadie, madre.
Es inútil vivir
pero es más inútil morir.

(De Maltiempo, 1972)


Como pájaros perdidos

Como ahora no hay maestros ni alumnos, el alumno preguntó a la pared: ¿qué es la sabiduría? Y la pared se hizo transparente.

(De Maltiempo, 1972)


Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.
Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.
Morir es encenderse bocabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.
Apagarse es morir, lento y aprisa
tomar la eternidad como a destajo
y repartir el alma en la ceniza.

(De Maltiempo, 1972)


Algo sobre la muerte del Mayor Sabines

PRIMERA PARTE

I
Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.

Convalecemos de la angustia apenas
y estamos débiles, asustadizos,
despertando dos o tres veces de nuestro escaso sueño
para verte en la noche y saber que respiras.
Necesitamos despertar para estar más despiertos
en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos.

Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,
por eso es que este hachazo nos sacude.
Nunca frente a tu muerte nos paramos
a pensar en la muerte,
ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la
alegría.
No lo sabemos bien, pero de pronto llega
un incesante aviso,
una escapada espada de la boca de Dios
que cae y cae y cae lentamente.
Y he aquí que temblamos de miedo,
que nos ahoga el llanto contenido,
que nos aprieta la garganta el miedo.

Nos echamos a andar y no paramos
de andar jamás, después de medianoche,
en ese pasillo del sanatorio silencioso
donde hay una enfermera despierta de ángel.
Esperar que murieras era morir despacio,
estar goteando del tubo de la muerte,
morir poco, a pedazos.

No ha habido hora más larga que cuando no
dormías,
ni túnel más espeso de horror y de miseria
que el que llenaban tus lamentos,
tu pobre cuerpo herido.

II
Del mar, también del mar,
de la tela del mar que nos envuelve,
de los golpes del mar y de su boca,
de su vagina obscura,
de su vómito,
de su pureza tétrica y profunda,
vienen la muerte, Dios, el aguacero
golpeando las persianas,
la noche, el viento.

De la tierra también,
de las raíces agudas de las casas,
del pie desnudo y sangrante de los árboles,
de algunas rocas viejas que no pueden moverse,
de lamentables charcos, ataúdes del agua,
de troncos derribados en que ahora duerme el rayo,
y de la yerba, que es la sombra de las ramas del cielo,
viene Dios, el manco de cien manos,
ciego de tantos ojos,
dulcísimo, impotente.
(Omniausente, lleno de amor,
el viejo sordo, sin hijos,
derrama su corazón en la copa de su vientre.)

De los huesos también,
de la sal más entera de la sangre,
del ácido más fiel,
del alma más profunda y verdadera,
del alimento más entusiasmado,
del hígado y del llanto,
viene el oleaje tenso de la muerte,
el frío sudor de la esperanza,
y viene Dios riendo.

Caminan los libros a la hoguera.
Se levanta el telón: aparece el mar.

(Yo no soy el autor del mar.)

(De Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, 1973)


El peatón

Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.

(De Otros poemas sueltos, 1973 – 1994)


Poema de los muslos

Dulces muslos deseados,
íntima piel suave,
mujer en muslos dulces,
¿dónde estás? ¿qué ha quedado
de ti? Para mi boca
el aire calcinado.
Muslos de amor,
amantes, apretados,
tiernos, desnudos, sellados.
Esbeltos de mis ojos,
maduros de mis labios,
crecidos de mi lengua
espiritual, en vano.
Muslos de mi cuello derrotado,
lugar de mis mejillas en descanso,
sitio de mis dientes morados,
venero de salivas,
última cosa de mis manos,
encierro de palomas, trago
de sangre, vértigo usado,
cuchilla de mi corazón guillotinado.
Muslos redondos, llenos,
muslos de mi mujer y mi costado,
y de aire raro.
De menta de espanto.
De olor derretido
y quemado.
Muslos separados,
muslos a horcajadas del diablo,
muslos por todas partes,
multiplicados,
empalizada de muslos
alrededor del solitario,
abrazo de muslos lentos
al desesperado.
Muslos de mujer mordida
retorciéndose y matando.
Brasa de muslos
en la cama del casto.
Sábanas con piel de muslo,
musgo de muslo en la mano.
Muslos que querían muslos,
boca que quería estrago,
vara de carne maciza
sobre los muslos sonando.
Y yo volviendo,
entrando,
y tus muslos abiertos
pozo de los ojos cerrados,
sombra de la lumbre con hambre,
muslos derramados.
Hora de la cabeza caída,
tiempo, amargo,
aquí estoy, aquí, largo,
tendido, extraño,
de piel de muslo rodeado,
de substancia dulce
y espeso caos.
Muslos con senos duros,
con leche, con sal, untados
de olor, sangrados,
con toda mujer, con hombros,
con espaldas; como brazos,
como pitones quebrados,
pero muslos, pero vivos,
dulcísimos, apretados.
Morir de asfixia,
de muerte de muslo, blando
lecho derribado,
de muerte de agua sonora
en el corazón sonando,
de muslos, de muerte obscura
obscureciendo y sonando.
Morir de oídos sombríos
contigo, hogar de sangre,
lívidos, acabando.





Jaime Sabines Gutiérrez (Chiapas, México, 1926 - México DF, 1999)

Jaime Sabines Gutiérrez nació en Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas, México, el 25 de marzo de 1926. Hijo de don Julio Sabines, mayor del ejército mexicano, de ascendencia libanesa pero nacido en el estado de Tabasco y criado en El Líbano, y de doña Luz Gutiérrez Moguel, mexicana, dama de la alta sociedad de Chiapas .
Desde muy temprano en su infancia mostró inclinación hacia la poesía. Su educación primaria la realizó en Ciudad de México, donde sus padres se habían instalado tras vender las tierras que poseían en Chiapas. Terminada la educación primaria, la familia regresa a Tapachula, también en Chiapas y realiza su educación secundaria en éste estado, donde termina de demostrar sus capacidades de declamador y en donde publicará sus primeros poemas en el periódico escolar “El Estudiante”. Algunos de estos primeros trabajos aparecerán posteriormente en su primera publicación.
A los 19 años viajó a Ciudad de México con la intención de estudiar medicina, carrera en la que se mantuvo los 3 primeros años pero que luego dejó para trasladarse a Chiapas por un tiempo breve y regresó a Ciudad de México para proseguir con Lengua y literatura españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México en el año 1949. Durante un tiempo corto residió en la capital mexicana y fue en aquella estancia en que preparó su primera publicación, Horal (1950), que en su proyecto original contaba con 62 poemas y llegó a imprenta con tan sólo 18. Esta edición estuvo a cargo del propio gobierno de Chiapas. Luego publicó La Señal, en 1951, después de lo cual regresó a Chiapas para trabajar como tendero en un negocio de su hermano Juan. Ya para entonces había participado de las reuniones literarias que se llevaban a cabo en casa de Efrén Hernández, y en una de aquellas ocasiones llegó a compartir opiniones con Juan Rulfo y Juan José Arreola entre otros destacados de las letras mexicanas. El trabajo en la tienda no impidió que continúe escribiendo, y es así que preparaba en sus ratos libres su siguiente trabajo: Adán y Eva. En 1953, Juan, su hermano, lo dejó a cargo del negocio de ropa que llevaban atendiendo, ya que debía cumplir con su cargo de diputado. Jaime no cesa de escribir, incluso realiza “ejercicios poéticos” exigiéndose escribir uno o dos sonetos por día que luego desechaba, tal como hizo con una gran cantidad de sus primeros trabajos.
Tras un tiempo de noviazgo, contrajo matrimonio con Josefa Rodríguez Zebadúa en 1953. Ella será el impulso que lo lleve a escribir una de sus principales obras: Tarumba, en 1956. Asimismo, formó junto a Heraclio Zepeda, Juan Bañuelos y Óscar Oliva, el grupo “La Espiga amotinada”. Dada la necesidad económica, se trasladó nuevamente a Ciudad de México, en 1959, para trabajar como administrador de un negocio de venta de alimentos para animales. Es de notar que Jaime Sabines no hizo la vida habitual del poeta “típico” tan marcada por la disipación y la “bohemia”, por el contrario, dedica gran parte de su vida a su negocio, aunque él mismo opina del comercio como una de las actividades más “antipoéticas” que pudiesen existir y se preocupa por tener una vida familiar cálida, se dedica concienzudamente de ser papá, tal vez en concordancia con la vida que su padre, don Julio, le había ofrecido durante su niñez.
En la década del 50 sufre un accidente de consideración cayendo de una escalera y se fractura la cadera y una pierna. Desde este episodio, el dolor y los problemas de salud no dejarán de acompañarlo, sumando a esto su fuerte hábito de fumar.
En el mismo año de 1959 recibe el Premio Chiapas (El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas), otorgado por dicho estado mexicano, en vista de su creación poética. Jaime Sabines sigue escribiendo y así termina en los años sucesivos su trabajo Diario semanario y poemas en prosa, en 1961 y ese mismo año inicia los trabajos destinados a convertirse en la primera parte de lo que la gran mayoría de los críticos considerarán su obra cumbre, su libro Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, el que obviamente se relaciona con la muerte de su padre, evento que ha marcado fuertemente su vida. esta obra llegará a su fin recién en el año 1973. En 1962 se publica Poemas sueltos. En 1964 logró una beca del Centro Mexicano de Escritores y en 1965 fue nombrado jurado del Premio Casa de las Américas. En 1966 fallece doña Luz, su mamá. En 1967 publicó Yuria. Aunque no deja de escribir, reaparece en 1972 con Maltiempo y en esa década, su hermano Juan lo convence para iniciar carrera política y así, de 1976 a 1979 se desempeña como diputado federal de su Chiapas natal. En el período de 1988 volverá a su función política, esta vez como diputado en el Distrito Federal en el Congreso de la Unión.
En 1983 gana el premio Nacional de Literatura de su país.
En 1985 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Ese mismo año adquirió unas tierras en la zona de los lagos de Montebello donde dedicó parte de su tiempo a cultivar la tierra y estar en contacto con la naturaleza. Cumpliendo los 60 años se le brinda un homenaje por parte de la Universidad Autónoma de México y el Instituto Nacional de Bellas Artes. Ese mismo año el Gobierno del Estado de Tabasco le entregó el Premio Juchimán de Plata. En 1991, el Consejo Consultivo le otorgó la Presea Ciudad de México. En 1994 el Senado de la República lo distinguió con la Medalla Belisario Domínguez, y luego de ello se suceden diversos reconocimientos a su obra y su trayectoria. Esto le permite realizar viajes a diferentes países de Europa y la misma Norteamérica. Por su libro «Pieces of Shadow» («Fragmentos de sombra»), antología de su poesía traducida al inglés y editada en edición bilingüe, obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 1996.
La enfermedad que lo agobia, un cáncer, al parecer asociado a una larga historia familiar sobre dicho mal, lo obliga a visitar frecuentemente recintos hospitalarios, llegándose a contabilizar cerca de 35 intervenciones quirúrgica.
Jaime Sabines murió un 19 de marzo de 1999 y fue enterrado, de acuerdo a su expresa voluntad en el panteón Jardín de la Ciudad de México, al lado de sus padres.
El mismo Jaime Sabines se reconoce como un poeta notoriamente influenciable que logra, no sin esfuerzo, encontrar su voz propia. Entre sus principales influencias, él mismo reconoce a Pablo Neruda, García Lorca y a James Joyce.

Obra publicada:

Horal (1950)
La Señal (1951)
Adán y Eva (1952)
Tarumba (1956)
Diario Semanario y poemas en prosa (1961)
Poemas Sueltos (1951, con reedición en 1961)
Yuria (1967)
Tlatelolco (1968)
Maltiempo (1972)
Algo sobre la muerte del Mayor Sabines (1973)
Otros Poemas Sueltos (1973, con reedición en 1994)
Pieces of shadows ( Fragmentos de sombras) edición bilingüe español-inglés (1996)

Su obra está recopilada en el libro Nuevo recuento de poemas, realizado en 1977. La obra de Jaime Sabines ha sido traducida a cerca de 12 idiomas.